Vale, lo cuento:
Fue un día de uno de esos veranos luminosos típicos del julio malagueño. Yo tendría doce o trece años y aprovechaba las vacaciones como aprendiz en un taller que fabricaba maquinaria para la construcción (hormigoneras, montacargas, etc). Mi tarea consistía generalmente en desmontar los motores que llegaban exhaustos, con el alma rendida después de mil obras polvorienteas y mil albañiles sin compasión con los cambios de aceite. Había casi de todo, pero lo más común eran los Campeón 4T de gasolina (tipo GG Pro4T ;) ), los Diter verdes de gasoil (fabricados en Zafra con patente germana) y los azules Lombardini de gasoil (importados de Italia). Yo los desmontaba por completo, limpiaba las piezas y las metía en un cajón. Luego eran montados y ajustados por el que verdaderamente sabía, mientras yo me quedaba observando atentamente pues, tal vez algún día, me dejarían a mí montarlos.
Ese día, apareció por la puerta un tío casi tan grande como el propio dintel, al menos poca luz dejaba pasar por los lados: A ver, que ayer nos llevamos una hormigonera nueva y el motor no funciona bien y tira mucho aceite por el escape, esto, traducido al castellano, porque en el pueblo de este Sansón se hablaba un dialecto que hasta a los propios malagueños cuesta entender (pero son buenas personas, eh, sólo es que hablan así, no vayamos ahora a leshes…) El dueño del taller no era dado a mandar empleados para reparar ‘in situ’ las máquinas, pero dada la estatura del Maciste y la cercanía de la venta, enseguida dedujo que el movimiento más acertado era enviar a ‘el que verdaderamente sabía’ para ver qué le pasaba al motor. Como yo era el aprendiz, también me subí al Ebro con el maestro y el cateto (con perdón, que no es palabra mala) y pusimos ruta al pueblo famoso por cierta fruta (no doy más pistas).
Llegamos a la obra, nos bajamos y nos acercamos a la hormigonera. Un charco de aceite empapado en cemento debajo del reluciente Lombardini. Qué raro. A ver, arranque usted el motor. le dice ‘el que verdaderamente sabía’ al buen hombre.
Manué, Manué, arranca la hormigonera pa’ que este hombre vea lo que jace le ordena a uno de los albañiles, que era igual de grande que él, pero con más pelos en los brazos y con un torso casi igual de grande que el bombo de la pobre hormigonera.
‘Manué’ se acerca y empieza a rodear el volante de inercia con la cuerda de arranque (los Lombardini se arrancaban igual que se bailan los trompos –peonzas– liando una cuerda y tirando de ella, igual que los Campeón, mientras que los Diter tenían manivela y descompresor manual). Yo noté algo raro en los movimientos, pero no sabía qué. Al mirar a ‘el que verdaderamente sabía’ vi que abría los ojos, entre atónito y asustado, y antes de que le diera tiempo a abrir la boca, ‘Manué’ le había pegado tal tironazo a la cuerda que levantó una rueda de la hormigonera y casi parte los espárragos que sujetaban el motor al chasis. El motor gimió, tosió, yo diría que hasta peyó (con perdón) y, haciendo de tripas corazón, empezó a girar entre bufidos, resoplando explosiones a través del filtro de aire en baño de aceite y aspirando aire por el tubo de escape.
‘Manué’ y su jefe arrancaban el motor al revés.
Moraleja: Si te lo propones, en mecánica no hay nada imposible.
Un cordial saludo a todos, en especial a ‘Manué’ y a su pueblo. Y a Juanán, que ha ganado el tubo de Finamix.
